domingo, 30 de mayo de 2010

sábado, 29 de mayo de 2010

APLICABILIDAD DE LAS NUEVAS TECNOLOGIAS UN RETO BIOÉTICO


Con este nombre y este tema se llevó a cabo el 27 de abril del 2010, en el Planetario Distrital de Bogotá el II encuentro de Bioética.

Las siguientes fueron las intervenciones

RASTRO Y DESAFÍOS DE LA BIOÉTICA
Doctor Luis María Murillo Sarmiento
Presidente del Comité

TECNOLOGÍA DEL FUTURO Y SU ÉTICA
Doctor Jorge Reynolds Pombo
Investigador científico

PANEL: ENTRE LO POSIBLE Y LO APLICABLE
Moderador: Doctor Pedro J. Sarmiento M.
Médico, filósofo, bioeticista
Departamento de Bioética Universidad de la Sabana - Bogotá
Doctora María Mercedes Hackspiel
Docente investigadora Universidad Militar Nueva Granada
Doctor Jorge Reynolds Pombo
Investigador científico
Doctor Eduardo Rueda
Médico y filósofo
Instituto de Bioética Universidad Javeriana - Bogotá
Doctor Luis Alberto Sánchez-Alfaro
Odontólogo y bioeticista
Departamento de Bioética de la Universidad el Bosque

PANEL: ENTRE LO POSIBLE Y LO APLICABLE

Luis Alberto Sánchez Alfaro
Odontólogo
Especialista y Magíster en Bioética
Profesor Departamento de Bioética Universidad el Bosque

Buenos días a todos.

Agradezco la invitación que ha hecho el Comité Bioético Clínico de la Red Distrital de Bogotá y en especial al doctor Luis María Murillo, es un agradecimiento no solamente personal, sino también desde el Departamento de Bioética de la Universidad el Bosque.

Teniendo en cuenta lo que se ha venido hablando durante esta mañana y dándole la importancia que se merece el tema, me referiré a él desde otra orilla. Me voy a referir a la formación y la educación.

¿Cómo ha sido la formación que nos han dado a nosotros en las universidades, en los institutos y los colegíos? ¿Cómo esa formación de una u otra manera va a permitir que nuestra mente y nuestro pensamiento se deje permear por el paradigma de la biotecnología y de la tecnología? Y dependiendo de cómo lo entendamos vamos también a mirar el impacto que tiene en la vida de nosotros y sobre la vida en general que hay en la Tierra, lo cual es del interés de la Bioética.

Iniciemos el recorrido analizando en que paradigma nos estamos formando las personas que trabajamos en salud, éste es un comité bioético clínico de una red hospitalaria en la que participan personas que de una u otra manera están cercanas al proceso salud enfermedad. ¿Cuál es el paradigma en el que nos hemos formado quienes participamos de decisiones en salud?. En diversas investigaciones realizadas lo que se ha encontrado es que hay una pugna heredada desde la Modernidad cuando el método científico tiene su auge y se hace hegemónico, pugna que en nosotros (los trabajadores en salud) se hace muy evidente: lo biológico vs lo social, donde lo tecnológico se aúna a lo biológico y se contrapone a lo social y humano.

La formación de los profesionales del área de la salud tiene un fuerte énfasis en lo biológico y en lo técnico-instrumental y en ella se desvalora la formación humana y social. Sin embargo en el siglo en el que estamos, el siglo XXI, tenemos retos muy importantes y uno de ellos es entender un poco que los seres humanos estamos cargados de muchas realidades: la biológica, la social, la económica, la política, la cultural, etc., y que cuando podamos hacer una mezcla de todas esas esferas y realidades que nos rodean vamos a poder dar un poco o acercarnos a la respuesta a cerca de ¿qué es la vida?, ¿qué es la salud?, ¿qué es el proceso salud-enfermedad? e incluso entender cómo la tecnología influye en nuestras vidas, cómo es que ese aparatico mostrado por el doctor Reynolds influye en el ciclo vital, en el proceso salud-enfermedad y en muchas otras situaciones de nuestro diario vivir.

Es de esta forma que aparece la bioética, y nosotros desde ella le apuntamos a una bioética que realmente dialogue, pero que no lo haga de forma vacía sino que sea un diálogo de contenido, un dialogo con argumentos, un diálogo que debe dar cuenta de la multiculturalidad en la que viven nuestras sociedades, que no es lo mismo proponerle un determinado tratamiento con un método tecnológico a un testigo de Jehová, que a un musulmán, a un católico o a cualquier otra persona. Que además dé cuenta de que somos una sociedad plural y que cada vez nos hacemos más individualistas, cada vez más nosotros queremos traer nuestra autonomía y queremos que esa autonomía ligada a nuestra dignidad humana nos sea respetada, entonces digamos que sobre estas situaciones la bioética tiene que volcar su reflexión por un lado, por otro tiene que apuntar y reflexionar sobre todas las repercusiones sociales, económicas y políticas que tiene la investigación y desarrollo, miremos los valores y precios de todo lo que vimos en la conferencia del doctor Reynolds y observemos que el hijo del magnate tendrá acceso fácil a ellos, pero el pobre que vive en Ciudad Bolívar tal vez no, esto es un problema de justicia: le brindamos acceso a unos, a todos, o a ¿quién?, o ¿cómo lo hacemos?. A la bioética le interesan todos los problemas y dilemas éticos que surgen de la investigación y desarrollo e incluso en una corriente muy europea que se llama investigación e innovación donde la bioética de una u otra manera tendrá que intentar responder a esos dilemas éticos a esos problemas de tipo ético. ¿Cómo lo hará? A través de principios puede ser una metodología muy criticada, pero es funcional; o lo puede hacer de una manera un poco más fenomenológica. No importa como lo haga pero tendrá que llegar a ayudar a resolver los dilemas que surgen en el uso de la biotecnología cuando está impactando no solamente la vida humana sino la vida en general de nuestro planeta.

También tiene que tratar de apuntarle a la complementariedad entre lo humano y lo social, lo tecnológico y lo biológico. Comenzar a mirar al ser humano de manera holística y complementaria. Necesitamos la tecnología para el progreso de la sociedad, sí, pero no porque llegó la vamos a aceptar, hay que tratar de ver cuál es el significado real que tiene y cuál va ser su impacto.

La bioética propuesta en los tres puntos anteriores deberá tener una fuerte presencia en la formación de los profesionales y en general en la formación de todos los ciudadanos. Esta bioética de una u otra manera intentará acercarse a algo que está muy de moda: La formación integral.
Formación integral de personas que trabajan en salud, no solamente los profesionales, todos los implicados en el proceso asistencial. Formación integral que le va a permitir interrelacionar todas las esferas en las que nos movemos los seres humanos (social, política, económica, tecnológica, etc.), en la que miremos la complementariedad que existe entre nosotros como seres humanos y las otras especies (que también de una u otra manera van a influir en nuestra manera de vivir).

Esa formación integral es la que finalmente nos va a permitir hacer un balance real, muy concreto a cerca de que será lo mejor, que será lo más conveniente para tomar una decisión determinada con un paciente, con un amigo o con un familiar, etc. Será la que nos va a permitir tener una evaluación real y contextualizada acerca de todo lo que es la investigación y los desarrollos biomédicos y biotecnológicos, y su posible o no utilización. Aquí no es decir si los desarrollos son buenos o son malos, pues a la bioética no le interesa categorizar en ese sentido. El interés es una evaluación muy concreta y aterrizada de lo que es la realidad, de lo que es posible y de lo que es aplicable.

Finalmente a lo que le apostaría esta formación integral a través de la bioética es a dar una serie de respuestas a preguntas tales como: ¿Qué es la naturaleza humana? ¿Qué es la vida? ¿Cómo me acerco a la tecnología? ¿Cómo influye la tecnología en nuestra vida?, y a muchos otros retos que el siglo XXI nos está planteando cada día. Le apostamos entonces a una bioética que hemos llamado posthumanista, ¿por qué? Porque el humanismo renacentista ha mostrado que tiene falencias. De una u otra manera ese humanismo renacentista se volvió confesional en la razón. A esta bioética que le apuntamos no debe tener un dogma de fe, cuyo centro no sea únicamente el uso de la razón, sino que mire la pluralidad, la diversidad, la interdisciplinariedad, la complementariedad y que aterrice cualquier fenómeno biotecnológico, o tecnológico que afecte la vida o el proceso salud-enfermedad, de manera contextualizada a la realidad particular y pertinente en cada caso.

La bioética no es una doctrina, ni tampoco tiene que casarse con una doctrina determinada. En ella la discusión no se agota con llamados a los principios como el de precaución o el de responsabilidad. En la bioética se le debe dar cabida a todas las voces y de una manera consensuada, crítica y objetiva solucionar o acercarse a la solución de los problemas éticos que la investigación y desarrollos biomédicos y biotecnológicos nos generan. Y de esta manera responder que es lo posible y que lo que es aplicable.

ENTRE LO POSIBLE Y LO APLICABLE


María Mercedes Hackspiel Zárate
Docente investigadora
Facultad de Medicina
Universidad Militar Nueva Granada - Bogotá

Casi a diario nos llegan noticias sensacionales del mundo de la ciencia y de la investigación. Hacía tiempo que los avances de la biología y la medicina no nos conmovían tanto como hoy día.

Hoy los sueños de la humanidad parecen hacerse realidad. Nos convertimos en coprotagonistas de la evolución. Al mismo tiempo afloran nuestros temores

Los nuevos conocimientos científicos y las nuevas posibilidades tecnológicas nos confrontan con cuestiones fundamentales:

● ¿Cómo manejamos la naturaleza?

● ¿Cómo tratamos a la especie humana?

● ¿Qué significa hoy día el progreso?

Pero ello también plantea preguntas de carácter puramente práctico:

● ¿Se fijan en la investigación y la ciencia las prioridades correctas o nos dejamos llevar por determinadas modas?

● ¿Nos ocupamos de los problemas de lujo de unos pocos?

● ¿Descuidamos así campos de investigación que son vitales para la supervivencia de muchos seres humanos?

En este orden de cosas la ciencia plantea cuestiones que nos afectan a todos. Son cuestiones que ha de debatir la sociedad en su conjunto y que a continuación han de ser objeto de decisiones políticas.

Con las reflexiones que siguen quiero contribuir hoy a que en todos nuestros debates tengamos presente lo que he dado en llamar la medida humana. Y en este contexto me refiero a la forma de actuar sobre la vida humana.

Hablar de "medida" significa hablar de límites. Sin límites, sin acotaciones, no hay medida.

¿Pero no es una contradicción hablar de progreso y al mismo tiempo de límites? "Pensar es rebasar" – así rezaba el lema de Ernst Bloch, el gran filósofo alemán de la esperanza. Sí: Pensar – investigar, conocer, descubrir – significa rebasar.

Pero también sabemos otra cosa: Todo rebase de límites nos confronta con nuevos límites: límites del conocimiento, límites de la potencialidad humana, límites de la responsabilidad asumible. Para ello necesitamos medidas, referencias que nos ayuden a distinguir lo que nos es lícito hacer de lo que no lo es. Tenemos que plantearnos una cuestión que sólo en apariencia resulta simple: ¿Qué es bueno para el ser humano?

¿Pero cómo se mide pues lo conforme con el ser humano? ¿En qué consiste lo "humano" de la "medida humana"? ¿No es precisamente "lo humano" una categoría muy ambigua, polivalente? En "Antígona", drama escrito hace casi 2.500 años, Sófocles menciona las grandes realizaciones y descubrimientos de la humanidad. Y resume su asombro en este verso: "Muchas cosas hay misteriosas, pero ninguna tan misteriosa como el hombre."

Hoy volvemos a asombrarnos – como Sófocles entonces – de los desconcertantes logros que podemos alcanzar los seres humanos – y a veces nos recogemos amedrentados.

Las respuestas a la pregunta "¿Qué es bueno para el ser humano?". Sólo podemos hallarlas formulando y respetando principios éticos para nuestra vida como personas y para la convivencia con los demás. Independientemente de lo que hagamos o dejemos de hacer, invariablemente tomamos decisiones valorativas – deliberada o irreflexivamente, consciente o inconscientemente.

Aunque hablemos de las nuevas posibilidades que ofrecen las llamadas ciencias de la vida, no se trata fundamentalmente de cuestiones científicas o tecnológicas. Antes que nada y a fin de cuentas se trata de decisiones con una carga axiológica. Tenemos que saber cuál es nuestra imagen del ser humano y cómo queremos vivir.

Formular principios éticos implica ponerse de acuerdo sobre medidas y límites.

Desde luego que es muy fácil adoptar la actitud de la zorra de la fábula clásica y decir que las uvas no estaban maduras. Lo difícil es fijar y aceptar límites donde sería posible transgredirlos y acto seguido respetarlos incluso teniendo que renunciar así a determinadas ventajas. Pero a mi juicio es justo eso lo que tenemos que hacer.

Creo que hay cosas que no es lícito hacer por muchas ventajas que efectiva o supuestamente nos reporten. Los tabúes no son en modo algunos vestigios de sociedades premodernas, no son signos de irracionalidad. En efecto, reconocer un tabú puede ser fruto de un pensamiento y una actuación ilustrados.

Lo que mucha gente se promete de los avances de la biotecnología y la ingeniería genética es ante todo la curación de enfermedades graves y gravísimas. Para muchos el sufrimiento es tal que ellos mismos y sus allegados anhelan posibilidades de curación y paliativos.

La mayoría de nosotros conocemos a personas enfermas a las cuales nuestras médicas y médicos hoy en día no pueden ayudar o sólo pueden ayudar insuficientemente. ¿Cómo no comprender que se aferren a cualquier proceso que les ofrezca una perspectiva?

Afortunadamente en todo el mundo se investiga y se trabaja en medicamentos y terapias para ayudar a los enfermos. Estos esfuerzos – con buenas expectativas de éxito – también se realizan recurriendo a métodos de la biotecnología y de la ingeniería genética que no tienen por qué suponer cargos de conciencia para nadie. Estas investigaciones merecen todo nuestro aliento y respaldo.

En efecto, existen grandes tareas: Baste pensar en algunas enfermedades omnipresentes catastróficas: diabetes, cáncer, esclerosis múltiple, Parkinson. Pero no olvidemos cientos de millones de seres humanos sufren otras enfermedades totalmente diferentes. No estoy pensando solo en el SIDA, sino también en la malaria, la hepatitis o las parasitosis padecidas por casi la mitad de la población mundial.

A veces bastan unos pocos remedios para ayudar de forma eficaz a un gran número de personas aquejadas de estas enfermedades. Si realizamos un esfuerzo añadido en la ciencia y en la investigación podemos lograr un gran beneficio para millones de seres humanos en todo el mundo.

Abrigo el firme convencimiento de que podemos hacer muchísimo bien sin necesidad de que la investigación y la ciencia se adentren en terrenos éticamente comprometidos.

Algunos de los vaticinios que se oyen en relación con las formidables posibilidades de las ciencias de la vida me recuerdan lo que sucedió en los años cincuenta y sesenta. Lo que estaba en juego era el uso pacífico de la energía nuclear en otra parte del mundo, que parecía durante muchos años el camino a seguir.

Por entonces muchos – no sólo entre los científicos – soñaban con una energía inagotable a precios incomparablemente baratos.

Según las previsiones, la energía nuclear haría posible cualquier cosa: Se fertilizarían los desiertos, se inventarían nuevos sistemas de propulsión para los vehículos e incluso se facilitarían las voladuras en la construcción de carreteras. Hoy la mayor parte de la gente se sorprende ante tanta ingenuidad y ante esa fe ciega en el progreso.

El uso de la energía nuclear se consideraba lo más normal del mundo. Apenas se reflexionó sobre una serie de problemas sumamente graves, como por ejemplo la gestión de los residuos, y muchos problemas ni siquiera se reconocieron como tales por inimaginables. Esto debería hacernos ver con ojos un poco más escépticos esos paraísos terrenales que parecen prometernos las nuevas tecnologías.

Quizás Ernst Bloch pensara en tales situaciones al invertir con una connotación admonitoria una célebre frase de Hölderlin: "Pero dónde acecha la salvación anida también el peligro."

Lo que está ocurriendo o es posible en el ámbito de la biotecnología y la medicina reproductiva tiene en un punto esencial una entidad totalmente novedosa: Ya no se trata únicamente de expectativas y riesgos tecnológicos para el ser humano y el medio ambiente. Por primera vez la humanidad parece capaz de alterar al ser humano en cuanto tal o, es más, rediseñarlo genéticamente.

Es obvio que no hace falta ser creyente para saber y percibir que determinadas posibilidades y proyectos de la biotecnología y la ingeniería genética contravienen los valores fundamentales de la vida humana. Son éstos unos valores que – no sólo se han ido acrisolando a lo largo de una historia milenaria. Y estos valores también constituyen la base, antepuesta a todo lo demás: La dignidad humana es intangible.

Nadie cuestiona expresamente estos valores. Pero tampoco podemos permitirnos el renunciar inconscientemente o tácitamente a convicciones éticas o declararlas asunto privado.

Tenemos que tener claras las consecuencias que tendría el cuestionar como fundamento de toda acción estatal ese canon de valores que hemos aquilatado a lo largo de la historia. ¿No seríamos entonces cautivos de una concepción del progreso que toma como medida al ser humano perfecto? ¿No elevaríamos así la selección y la competencia desenfrenada a principio vital supremo?

Nos hallaríamos ante un mundo totalmente diferente, un mundo nuevo – no un mundo bello.

Tengo la impresión de que este tipo de concepciones ya se ha extendido bastante. Así lo patentizan algunos argumentos que se suelen oír en el debate sobre el tema de la ingeniería genética. La optimación para lograr la máxima fuerza y calidad pasa a ser un criterio sobreentendido. ¿No se convierte así el propio cuerpo humano en mercancía y objeto de cálculo económico?

Por supuesto que los argumentos económicos ocupan un lugar legítimo en el debate sobre el uso de los avances en el ámbito de la medicina. Y naturalmente también es un deber éticamente fundado velar por el empleo, por unas condiciones de vida seguras. Esto requiere espíritu emprendedor, requiere afán de éxito económico, requiere realizaciones políticas. La participación de todos en el progreso y el bienestar es un imperativo de la justicia.

Pero lo decisivo es la prelación y ponderación de los argumentos. Evidentemente estamos de acuerdo en que lo que es éticamente insostenible no puede admitirse por el hecho de augurar provecho económico. Los argumentos económicos no cuentan cuando se ve afectada la dignidad humana.

La seriedad y probidad imponen a la par que los argumentos éticos no se instrumentalicen para imponer otros intereses.

Una de las dificultades del debate que tenemos que mantener estriba en que los procesos científicos y tecnológicos se desarrollan a enorme velocidad. Hoy por hoy apenas somos capaces ya de calibrar críticamente las oportunidades y riesgos que entrañan. La aceleración y la creciente premura de tiempo son, sin embargo, coerciones fácticas autoimpuestas a las cuales no debemos abocarnos con una actitud entreguista. La reflexión ética no debe degenerar en pretexto moral para decisiones adoptadas de antemano.

Para poder recapacitar hay que disponer de tiempo entre el descubrimiento y su aplicación, hay que poder calibrar las posibles consecuencias antes de que se produzcan. El que por ejemplo los medicamentos no se pongan en circulación sino después de un minucioso procedimiento de examen y autorización tiene sus buenas razones. ¿Adónde iríamos a parar si sólo pudiéramos reflexionar sobre cambios trascendentales una vez que se hubieran producido?

La autonomía, la autodeterminación y la autorresponsabilidad del individuo se cuentan, a más tardar desde la Ilustración, entre las grandes conquistas de nuestra civilización.

La extraordinaria importancia que atribuimos a la libertad de decidir del individuo no debe hacernos perder de vista que la autodeterminación va unida a unos requisitos y tiene límites.

Y deberíamos considerar otro factor: No toda posibilidad adicional de elegir significa automáticamente un mayor grado de libertad. Esto es extensivo a los avances médicos. Lo que tiene apariencia de libre autodeterminación puede convertirse en imperativo fáctico.

Absolutamente nada debe situarse por encima de la dignidad de la persona. Su derecho a la libertad, a la autodeterminación y al respeto de su dignidad humana no debe inmolarse a ningún fin. Una ética basada en estos principios evidentemente no sale gratis. Actuar conforme a unos principios éticos tiene su precio.

Como lo que aquí se ventila son cuestiones existenciales en el auténtico sentido de la palabra debe aplicarse con más razón si cabe la siguiente norma: Si tenemos dudas fundadas acerca de si es lícito o no hacer algo técnicamente factible, debe quedar prohibido en tanto no se hayan disipado todas las dudas fundadas.

Repito: los intereses económicos son legítimos e importantes. Empero, no se pueden contrabalancear con la dignidad humana y la protección de la vida.

Todos deseamos que las enfermedades puedan investigarse de forma cada vez más exacta y tratarse de forma cada vez más eficaz. La ingeniería genética y la investigación del genoma juegan un importante papel a este propósito.

El progreso a medida humana es un progreso consciente de su valor y sus valores. Lo contrario de un progreso sin límites no es ni el estancamiento ni el retroceso. Quien se opone a un progreso a cualquier precio no es un enemigo del progreso.

En aras de nuestra libertad tenemos que plantearnos la siguiente pregunta: ¿Qué hay de bueno entre tantas nuevas posibilidades? ¿Qué tenemos que intentar a toda costa? ¿Qué no debemos hacer bajo ningún concepto?

Al enfrentarnos a estas preguntas tenemos que guiarnos por el respeto de la vida desde su mismo inicio. La dignidad humana no es susceptible de contrapesarse con ningún otro valor.

La vida nos recuerda una y otra vez que los seres humanos – por fabuloso que sea el progreso – somos mortales.

Si nos representamos las posibilidades de que disponemos como si fueran infinitas no hacemos sino desbordarnos a nosotros mismos. Así se pierde la medida humana.

Las cuestiones relacionadas con la vida y la muerte nos afectan a todos. Por eso no pueden dejarse únicamente en manos de los expertos. No podemos delegar nuestras respuestas: ni en la ciencia ni en comisiones ni en consejos. Claro que pueden ayudarnos pero las respuestas tenemos que darlas nosotros. Tenemos que debatir estas cuestiones y decidir juntos.

Se trata de decisiones políticas. Pretender ceder a la ciencia las decisiones sobre lo que debe hacerse es confundir los cometidos de la ciencia y de la política en un Estado democrático de Derecho.

Necesitamos un debate público a ciencia y paciencia, que no obvie absolutamente nada: ni las intenciones ni las finalidades, ni las esperanzas ni los temores que se asocian a las nuevas posibilidades.

Necesitamos ilustración en el mejor sentido de la palabra. La ilustración se dirige tanto contra los miedos irracionales y las visiones apocalípticas como contra las puras fantasías de omnipotencia tecnológica.

Tenemos que convenir dentro de un proceso de diálogo permanente el derrotero que debe tomar el progreso.

Tenemos que definir dentro de un proceso de decisión permanente qué límites estamos dispuestos a traspasar y qué límites queremos aceptar.

Una y otra vez tenemos que ponderar y decidir qué posibilidades nos ofrecen realmente un mayor espacio de libertad y qué posibilidades nos someterían meramente a nuevas coerciones o incluso supondrían una intromisión en la vida ajena.

El futuro está abierto. No es un sino inexorable. No se nos viene encima. Podemos modelarlo, con lo que hagamos o dejemos de hacer. Tenemos muchas posibilidades, posibilidades formidables. Aprovechémoslas para un progreso y una vida a medida humana.

Muchas gracias.

RASTRO Y DESAFÍOS DE LA BIOÉTICA

Palabras inaugurales del II Encuentro de Bioética del Comité Bioético Clínico de la Red Distrital de Bogotá, “Aplicabilidad de las nuevas tecnologías, un reto bioético”

Luis María Murillo Sarmiento M.D.
Presidente Comité Bioético Clínico
Red Distrital de Bogotá
Médico y escritor


La ética es más que el moralismo que exalta virtudes impracticables, y exige a los demás el sometimiento a las particulares concepciones de la conciencia de un individuo. La ética aplicada al quehacer científico es todo lo contrario: una noción razonada y objetivamente aplicable.

La experimentación científica, fuente de nuestros conocimientos y del incitante porvenir del hombre, suele traducir en sus fines admirables intenciones, ¿pero entrañará siempre en sus medios la misma benignidad de sus propósitos?

Muchas veces la humanidad se conmovió ante los horrores que llegaron de la mano de la ciencia. La bomba atómica, desenlace de las más extraordinarias conquistas del conocimiento humano, constituye también un cuadro apocalíptico. Las centrales termonucleares y los usos médicos de la radioactividad tienen, en cambio, un aura alentadora.

La investigación en el campo de la salud que presagia al enfermo hallazgos consoladores, encarnó en la Alemania nazi una experimentación brutal y carnicera. Campos de concentración como los de Auschwitz, Treblinka y Majdanek en Polonia; Ravensbrueck, Neungamme, Dachau y Buchenwald en Alemania; Natzweiler en Francia; y Mauthausen y Gusen en Austria, fueron lugares de exterminio sangriento acordes con las políticas raciales del Nacional Socialismo Alemán, y también, sitios de experimentación médica, en las que se transgredieron todos los límites éticos de la investigación, y en los que se hizo de los individuos investigados, sujetos de ensañamiento innecesario y despiadado.

Se les sometió al contagio de enfermedades infecciosas para probar nuevos medicamentos y vacunas, al efecto de tóxicos y dosis letales de medicamentos para conocer la tolerancia del organismo humano, a la amputación de miembros y a la extracción y trasplante de órganos sin anestesia, al hambre extrema para conocer en sus autopsias los efectos sobre el hígado y el páncreas, a bajísimas temperaturas para analizar las consecuencias de la congelación del cuerpo, a trepanaciones de cráneo, sin anestesia para observar sus características anatómicas y para extraer el cerebro a personas conscientes durante el atroz ensayo.

Estas conductas criminales, que nos traen el recuerdo de médicos desnaturalizados como Josef Mengele, el “Angel de la muerte” de Auschwitz, condujeron tras los juicios de Nüremberg en 1945, a la expedición de un conjunto de normas que debían tenerse en cuenta en la experimentación humana. Con el Código de Nüremberg, de agosto de 1947, se pretendió asegurar que nunca más habría en el mundo investigaciones inhumanas. Y el consentimiento voluntario se hizo desde entonces requisito fundamental para la investigación científica. Había en el espíritu de aquéllas normas una clara noción de lo que terminaríamos por denominar bioética.

Pero la humanidad, que se conmovió con las iniquidades del Tercer Reich, tuvo nuevos motivos para estremecerse. Nuevas violaciones ensombrecieron la investigación científica. El experimento Tuskegee resultó otro oprobio. Iniciado en esa ciudad de Alabama en 1932, concluyó en medio del escándalo periodístico cuatro décadas después. Y llegó a ser calificado como "la más infame investigación biomédica de la historia de los Estados Unidos". El periodista Jean Heller denunció los hechos en la edición del 25 de julio de 1972 del New York Times, El congreso de los Estados Unidos ordenó suspender el experimento, pero entonces sólo 74 de los 399 enfermos que comenzaron la investigación quedaban con vida.

El experimento, conocido como "Estudio Tuskegee sobre sífilis no tratada en varones negros", sometió a cuatro centenares de negros norteamericanos, pobres y analfabetos, a un estudio para observar los efectos de la sífilis sin tratamiento. El propósito de obtener un mejor conocimiento de la enfermedad con miras a conseguir su cura dio legitimidad al experimento en un comienzo. Al fin y al cabo en 1932 el tratamiento de la sífilis era tóxico y de dudosa efectividad. Pero en 1947 cuando ya se utilizaba masivamente la penicilina para curar la sífilis, la investigación continuó, privando a los sujetos de investigación de tratamiento. Si en un comienzo se les había ocultado el diagnóstico, en ese momento se les ocultaba el remedio. La enfermedad o sus complicaciones provocaron la muerte de la mayoría de los enfermos.

Esta perversa aplicación de la ciencia con ocultamientos, negligencia y engaños, no fue sin embargo, para los investigadores, motivo de cuestionamiento moral. Uno de ellos, el doctor John Heller, afirmó: “La situación de los hombres no justifica el debate ético. Ellos eran sujetos, no pacientes; eran material clínico, no gente enferma”. En últimas el propósito era continuar el experimento hasta que murieran todos los enfermos para hacerlos objeto de reveladoras autopsias.

El informe Belmont, aparecido en 1979, fue la culminación del trabajo iniciado 5 años atrás, con las revelaciones del caso Tuskegee, por la comisión que abordó desde una óptica interdisciplinaria los peligros en la investigación en seres humanos. Sus páginas consignaron los principios primordiales para la protección de los seres objeto de investigación. Allí se mencionan, acaso por primera vez, los tres principios bioéticos básicos: autonomía, beneficencia y justicia.

Las graves violaciones en el campo de la experimentación originaron normas jurídicas que las sancionan y que se erigen, en cierta forma, en barreras que las contienen. Pero no basta el derecho para que la benevolencia rinda sus mejores frutos. Inflexible y perentorio, el derecho no puede exigir más que los mínimos que la moral demanda. Aunque ética y derecho convergen en sus tópicos, difieren en el alcance que tienen sus efectos; no pocas veces en sus juicios y en la interpretación de sus cuestiones. De ahí que no todo lo legal sea ético, ni todo lo ético tenga que ser materia de disposición legal.

Pero aunque el derecho puede divergir de la ética, generalmente se fundamenta en ella, tomando los elementos mínimos que son exigibles a los seres humanos para una sana convivencia. Así el derecho afronta en gran medida lo general, lo común a todos los individuos, mientras la ética se sumerge en lo particular de la conducta humana. Sus juicios son libres, tan libres como la conciencia; el mandato legal, por el contrario, es coercitivo. Pero, como en una contradicción, la ética, sin ser represiva, demanda mayor bien que el derecho, y propósitos mayores. No es exigible que un ser humano por una causa dé su vida, pero puede hacerlo cuando son sus propios principios los que se lo demandan. Así operan la ética y el derecho, en una conjunción saludable.

¿Pero que es la bioética, cuyo propósito comienza a esbozarse a través de los casos presentados? Comenzaré por señalar que si bien el filósofo alemán Fritz Jahr se refirió a la Bio-Ethik en 1927, la paternidad del término se concede a Van Renssenlaer Potter, bioquímico y profesor de oncología norteamericano, quien lo acuño y utilizó por primera vez, hace treinta años, en 1970. No obstante, su conferencia “Un puente hacía el futuro”, dictada varios años atrás, en 1962, contenía ya el germen de la nueva disciplina.

El nuevo vocablo tendió ese puente, entre la ciencia y la humanidad. Fue como lo enunció Potter en 1971 en el titulo de su libro: “Bioethics: Bridge to the future”. La bioética fue planteada como un puente para la supervivencia de un mundo y un hombre amenazados, paradójicamente, por sus mismas invenciones.

La bioética entraña la interrelación armónica entre el progreso científico, el desarrollo tecnológico y los valores éticos. Es el encauzamiento del poder y del saber del hombre en su propio beneficio, alejándolo de su propia destrucción. Es la respuesta a los posibles desafueros de la ciencia y de la tecnología, luego no es campo exclusivo de alguna disciplina, le pertenece a todas las ramas del saber que hacen la vida objeto de su aplicación y de su estudio.

Ciertamente es la ética de la vida en la acepción más próxima a su etimología (Bios y ethos). De la vida humana, de la vida animal, de toda la vida que florece en la Tierra.

No estableceré que es una ciencia o una disciplina, cuando los expertos aún discuten cómo debe ser clasificada. Pero encumbrada o no a la más alta jerarquía taxonómica, lo cierto es que la bioética es una herramienta fundamental para el buen uso de los frutos del conocimiento logrado por el hombre. En nuestro caso, para el ejercicio correcto y noble de la medicina.

La bioética hace consciente al hombre de su responsabilidad con su especie y con su entorno. De ahí que pueda verse como la ciencia de los dilemas morales frente al progreso.

Como ética que es, se sumerge en el mundo de los principios y de lo valores. Son muchos, pero quedaré satisfecho si al menos se toma nota de los más elementales, tan básicos que Tom Beaucham y James Childress, en su obra memorable “Principios de ética biomédica”, que retomó los del informe Belmont, los denominaron los deberes prima facie –a primera vista- de la bioética: la beneficencia, la no maleficencia, la autonomía y la justicia.

“Primun non nocere” –ante todo no hacer daño- es la máxima latina que expone un principio, tan antiguo, que a Hipócrates, padre de la medicina, se le ha atribuido. ‘Ante todo no hacer daño’ es el fundamento del principio de no maleficencia. Y hacer daño no es necesariamente actuar con la manifiesta intención de causar un perjuicio. Sanas pretensiones llevan, por ejemplo, al encarnizamiento terapéutico cuando ya no se puede curar a un enfermo terminal. No dejar morir no es una hazaña. No nos está moralmente permitido hacerlo aunque la ciencia con sus avances novedoso alargue la agonía.

Hacer el bien es buscar lo más provechoso para el paciente, es la aplicación en la medicina del principio de beneficencia, es inherente a ella. Para curar, para hacer el bien, surgió la medicina. Pero esa beneficencia ha cambiado desde sus albores, desde el paternalismo griego, por ejemplo, hasta el reconocimiento actual de la potestad del paciente para decidir sobre las conductas propuestas por el médico.

El ocultamiento a los pacientes de su estado de salud y la toma unilateral de decisiones de la vieja medicina, que persistió por siglos, ya no existe. Esa competencia para consentir o rechazar su tratamiento, constituye el principio de autonomía, génesis del consentimiento informado, y que en sentido genérico es el reconocimiento de la capacidad de autodeterminación que tienen las personas, conquista más del derecho que de la medicina.

A la luz del principio de justicia podemos sopesar costos y beneficios, a quién dar prioridad en la atención, a quien elegir cuando escasean las camas en una unidad de cuidados intensivos, por ejemplo, a hacer lo más correcto desde el punto de vista moral cuando los elementos para resolver una necesidad son insuficientes. El principio de justicia nos habla de la distribución de los recursos, de la equidad, de dar a quien más lo necesita. De manera general, el principio de justicia marca un equilibrio entre las necesidades y ansias desmedidas del hombre y la limitación de los bienes para satisfacerlas.

La bioética, ajena a lo disciplinario, es primordialmente un ejercicio reflexivo. Como producto de sus reflexiones se da la resolución de los conflictos que desde el punto de vista médico surgen en la investigación y en la práctica clínica, y son los comités de bioética las instancias propias para este tipo de debates.

Surgieron desde finales de la década de los setenta del siglo pasado y se acrecentaron en la década siguiente. Una decisión judicial propició su surgimiento.

El juez que debía resolver la desconexión del respirador artificial de la joven Karen Ann Quinlan, víctima de un coma vegetativo provocado por la mezcla de alcohol y barbitúricos, ordenó la conformación de un comité de ética. Fue éste, al parecer, el primer comité bioético asistencial en la historia. La joven fue desconectada tras el fallo de la Corte Suprema de New Jersey a favor los padres. Irónicamente Karen siguió respirando de forma voluntaria, y nueve años más vivió, hasta su muerte en 1985. Su caso dejó más que las enseñanzas del debate en torno a la eutanasia, heredó al mundo el instrumento para esclarecer los dilemas que surgen en torno a la asistencia: los comités de ética en los hospitales.

A estos grupos, multidisciplinarios que protegen los derechos de los pacientes y ayudan a resolver los dilemas de la asistencia médica, y que denominamos comités bióticos clínicos asistenciales, se suman los comités bioéticos de investigación, que protegen a los individuos sometidos a estudios experimentales. Así se cubre todo el espectro del hombre frente a la ciencia: como objeto de cuidado y como sujeto de investigación; como ser biológico, pero también como ente espiritual y afectivo. El hombre como ser único e irremplazable, como ser digno, fin en sí mismo y no medio para otros fines.

Así es entendible que la bioética se ocupe de cuestiones como el mantenimiento artificial de la vida, la terapia y experimentación genética, la eugenesia, la reproducción asistida, la clonación, la obtención y uso de células madre, la atención del moribundo, los problemas médicos al final y al principio de la vida: aborto provocado, eutanasia, encarnizamiento terapéutico entre otros; la donación y el trasplante de órganos, los límites en la experimentación con seres humanos, y el uso de recursos asistenciales limitados.

La bioética, con corto pasado, tiene en cambio enorme porvenir. Hoy el vocablo, aún desconocido para algunos, nos sorprende menos que hace 40 años. Discurre por los círculos académicos, se enseña en los claustros universitarios, se reclama en los ensayos clínicos, se propaga como un contagio saludable.

Del primer centro universitario de bioética, el Instituto Kennedy, fundado por André Hellegers en la Universidad de Georgetown en 1971, hasta nuestros días, se pierde la cuenta de las instituciones que con propósitos similares y afines han surgido en todo el mundo.

Colombia no ha sido la excepción, dan fe de su interés por la bioética instituciones como el Centro Nacional de Bioética (Cenalbe), la Asociación Nacional de Bioética (Analbe), el Instituto Colombiano de Estudios Bioéticos de la Academia Nacional de Medicina (ICEB), el Instituto de Bioética de la Universidad Javeriana, el Instituto de Bioética de la Universidad El Bosque, la Red de Bioética de la Universidad Nacional de Colombia, el Instituto de Bioética de la Universidad Pontificia Bolivariana, y muchos comités hospitalarios y universitarios. Entre ellos, el Comité Bioético Clínico de la Red Distrital de Bogotá, que agrupa a los 22 hospitales de la Secretaría de Salud y que hoy nos congrega en su primer lustro de existencia.

Bienvenidos, pues, queridos asistentes a esta mañana que revive las inquietudes que asaltaron a los pioneros de la bioética, fascinados seguramente con los deslumbrantes progresos de la ciencia, pero intranquilos con las consecuencias de una aplicación improcedente. Que siempre recordemos que no todo lo tecnológicamente posible es aceptable. ¡Que trabajen entonces ciencia y bioética mancomunadamente!

sábado, 10 de abril de 2010

II ENCUENTRO DE BIOÉTICA DEL COMITÉ


Al celebrarse su primer lustro, el Comité Bioético Clínico de la Red Distrital de Bogotá invita al II Encuentro de Bioética: "Aplicabilidad de las nuevas tecnologías, un reto bioético", que se llevará a cabo en el Planetario Distrital de Bogotá el 27 de abril del 2010, de 8 de la mañana a 12 del día.
ENTRADA LIBRE PREVIA INSCRIPCIÓN
INSCRIPCIONES: Teléfono (057) 4546257