El Comité Bioético Clínico – Red Distrital es un grupo multidisciplinario conformado por los comités de ética y bioética de los hospitales del Distrito, que propende por que la atención integral en salud y las labores de investigación estén sustentadas en un contexto bioético respetuoso de la persona y su dignidad.
miércoles, 7 de mayo de 2014
sábado, 3 de mayo de 2014
EXPERIMENTACIÓN EN HUMANOS: LIGEREZAS ÉTICAS Y CONDUCTAS CRIMINALES POR LUIS MARÍA MURILLO MD
Doctor Luis María Murillo Sarmiento, médico ginecólogo y escritor, Hospital Occidente de Kennedy Bogotá D.C.
INTRODUCCION
Solemos
intuir en la investigación científica un fin filantrópico y un ideal animado
por el bien, sin embargo, ahondar en la historia de la ciencia, que con sus
adelantos nos deslumbra, conlleva descubrir que la investigación científica
muchas veces con la ética ha sido desdeñosa. En su afán de conocer la humanidad
ha faltado a la escrupulosidad, ha sido poco sensible y hasta despiadada.
La euforia por los grandes descubrimientos que han
provisto el progreso de la medicina nos embriaga de tal manera que
pasamos por alto las circunstancias en que se forjaron. Pero deberíamos pensar
que buena parte de nuestro bienestar reposa en el sacrificio involuntario de
seres humanos que fueron expuestos y martirizados en pos de las
conquistas.
Los tiempos cambian, con ellos el saber, las
costumbres y hasta la apreciación moral de la conducta. ¿Cuántos abusos no
habrá cometido el hombre en pos de un conocimiento con fines altruistas?
Los cambios de hábitos y paradigma hoy nos hacen juzgar con severidad muchos
sucesos precursores, siglos atrás, de nuestros adelantos médicos.
Las características peculiares del entorno
político, social y científico mitigan en parte las faltas, pero dejan cierto
sabor amargo al imaginar el trato indolente que recibieron los sujetos pasivos
de las conquistas de la ciencia. No es fácil juzgar cuando cambiamos el
entorno, haciendo que nuestro juicio se trasporte con el conocimiento actual a
sucesos acaecidos en épocas tan diferentes que ya vemos lejanas, empero, toda
reflexión que hagamos de la conducta humana deja lecciones aplicables al
presente y a la posteridad.
De todas formas si aceptamos que el perjuicio
causado por las investigaciones no puede desligarse de la motivación que las
respalda y de la intencionalidad del daño, podremos admitir que mucho va de la
investigación con fin filantrópico al ensayo monstruoso característico de la
Alemania nazi. Estos experimentos serán siempre referencia obligada,
para muchos la única, de la investigación practicada sin restricciones éticas.
Pero no fue la primera, tampoco fue la última.
La intención marca una clara diferencia moral,
independiente de ello, hacer del sujeto investigado un simple medio para
alcanzarla se constituye en falta. El fin y el medio son, en consecuencia,
cruciales en el análisis de los casos que voy a presentar.
De una parte, sin claro interés malévolo, pero sin la
consideración debida, se han llevado en el mundo y en todas las épocas infinidad
de experimentos en los que sus máculas solo el ojo avizor de la ética deja al
descubierto. Vale la pena conocerlos como elementos aleccionadores, y sin
tener, por ello, que derribar de su pedestal a los hombres que con justicia han
sido encumbrados por la historia y por la medicina.
De otra parte existe el experimento siniestro en sus
fines y en sus medios, en el que la maleficencia es el principio que lo
encauza. Este sí, absolutamente en todo condenable. Lo encarna la
experimentación nazi con su misantropía.
Con los experimentadores nazis la investigación
alcanzó un grado de ilicitud y de crueldad insuperable. Ellos rebasaron todos
los límites de lo permitido y todo perjuicio imaginable. No fueron los únicos,
tampoco los pioneros. Sí los que en más grande escala la efectuaron. Esa fue su
defensa, en Núremberg. Allí expusieron ensayos que muchos años atrás los
precedieron.
Los errores y las infracciones se han conocido por la
suspicacia de la prensa, pero también por las alarmas que provinieron desde el
mundo médico; de esa voz crítica que purifica la disciplina desde adentro. Jean
Heller y Eileen Welsome representan la primera, el doctor Henry Beecher
(1904-1976) la segunda.
Este anestesiólogo, profesor de Harvard,
describió en “Ethics and Clinical Research” (New England Jornal of Medicine,
de junio de 1966) conductas que en 22 experimentos habían violado
requisitos éticos; el consentimiento y el derecho de los sujetos investigados a
recibir tratamiento, por ejemplo. Sus colegas lo criticaron al considerar que
su artículo hacía parecer como proceder general lo que era una excepción.
Adalid del consentimiento informado y de pautas para la experimentación fue
objetado, elogiado, desacreditado y respaldado; y es ejemplo de las tantas
preocupaciones que han contribuido al avance de la bioética.
Los juicios no son fáciles. Juzgar los aciertos y los
errores de la ciencia, no es tarea menuda. No todo es tan manifiesto y tan
sencillo como en el holocausto nazi. En esta tarea, le corresponde a la ética
el análisis aleccionador, que ante todo previene.
Valgámonos, entonces, de los casos que he incluido en
este documento para realizar el ejercicio que nos permita diferenciar entre lo
incierto y lo evidente, entre lo sencillo y lo complejo, entre lo reprochable y
lo justificable, y que nos lleve a sacar lecciones prácticas de tantas
experiencias.
LOS
EXPERIMENTOS DEL PADRE DE LA GINECOLOGÍA MODERNA
Los
experimentos del considerado padre de la ginecología moderna, James Marion
Sims, son razón de júbilo para la medicina, pero también motivo de controversia
ética.
El afamado médico estadounidense vivió entre
1813 y 1883, y fue uno de los más importantes cirujanos de su siglo. De la
trascendencia de sus innovaciones dan cuenta los elementos y técnicas que
perpetúan su nombre. La posición de Sims, el espéculo de Sims, y
particularmente su exitosa técnica quirúrgica para la corrección de las
fístulas vésico-vaginales.
Los partos difíciles de aquélla época fueron causa
habitual de este tipo de fístulas, que no encontraban reparación posible pese a
los intentos reiterados. Empeñado en descubrir la cura, Sims invirtió sus
recursos en conseguir una docena de negras aquejadas de tal padecimiento.
Construyó una enfermería y practicó un centenar de intervenciones. Una sola
esclava, Anarcha, soportó treinta procedimientos. El éxito coronó su empeño. En
1849 su ensayo concluía, cuatro años después de haberlo comenzado. Con una
nueva sutura de hilos de plata había conseguido derrotar las recurrentes
infecciones. Entonces, en 1852, cuando el éxito estaba asegurado, comenzó a
intervenir pacientes blancas, auxiliado, además, por la anestesia.
No debemos, ni siquiera, preguntar por qué en época de
esclavitud fueron las de la experimentación pacientes negras. Pero al menos
dolor no hubieran soportado. Fue este motivo de reproche. De todas maneras
juzgar no es cosa fácil. Sims, se dice, les administraba opio a las esclavas al
final de las intervenciones. La anestesia, en 1846 apenas descubierta, no era,
entonces, una técnica suficientemente conocida y aceptada. Treinta
intervenciones en una sola enferma y en tales condiciones, y el sometimiento a
Infecciones que pudieron poner a las pacientes al borde de la muerte, dejan,
sin embargo, en entredicho la humanidad de la experiencia.
Pero admitamos que desdibujados por el tiempo surgen
debates bioéticos en torno de datos imprecisos. El principio de autonomía es
muy moderno, ¿pero contaría Sims con la voluntaria aceptación de las esclavas?
Porque bastaba entonces el consentimiento dado por los amos. De todas maneras
parece que la fuerza brutal fue necesaria para dominar a las negras en las
intervenciones. Son evidentes el abuso y la discriminación, pero a nuestros
ojos, reacios a toda servidumbre; acostumbrados a un mundo libre y no de
esclavos.
La condenación de Sims no la pretendo, por el
contrario, trato de entender sus circunstancia y su tiempo. Su corazón, se
afirma, lo acercó a los pobres y lo llevó a realizar obras
piadosas. Debió existir, por tanto, buena intención en sus motivos.
Pero en esta era de ciencia y de bioética, no solo
interesan de los genios las victorias, también la condición moral de las
acciones; con ánimo aleccionador –por supuesto- y no punible.
DESCUIDOS
ÉTICOS DE NEISSER EN EL ESTUDIO DE LA SÍFILIS
Albert
Neisser, famoso médico alemán, descubridor en 1879 de la Neisseria gonorrhoeae,
microorganismo causante de la blenorragia, también llevó a cabo, en 1872,
estudios para el tratamiento de la sífilis.
Ocho mujeres, entre menores de edad y prostitutas,
hospitalizadas por enfermedades de la piel sirvieron a su propósito. Neisser,
quien era dermatólogo, no contó con el consentimiento de ninguna.
Animado por el deseo de obtener una vacuna les inyectó
suero de pacientes sifilíticos. Tiempo después cuatro de las prostitutas
desarrollaron la enfermedad. El científico salvó su responsabilidad aduciendo
que no el experimento, sino el oficio de las pacientes, era la causa de la
infección.
Pocos cuestionaron sus métodos, la academia los
respaldaba. Sin embargo, el psiquiatra alemán Albert Moll abrió un debate. La
polémica llevó al gobierno a declarar que en toda acción médica no terapéutica
ni profiláctica debía contarse con consentimiento del afectado. Aunque no fue
una disposición obligatoria, se constituyó en punto de reflexión importante
para la ciencia de la época.
Moll preocupado por las prácticas alejadas de la ética
publicó en 1902 “Ética médica: deberes del médico en todas las relaciones de su
trabajo”, pero el mundo de la medicina todavía apático a estas reflexiones poca
atención le puso a sus consejos.
Dos siglos atrás, cuando aún nada se sabía de los organismos infecciosos, y se
llegó a confundir la blenorragia con la sífilis, pensando que aquella era un síntoma
de esta, John Hunter, defensor de esta idea, antes que contagiar a otros con su
experimento, se inoculó secreciones uretrales gonocócicas de un sifilítico,
adquirió la lúes y murió de un aneurisma convencido de su error.
LOS
EXPERIMENTOS DE MENGELE Y LAS ATROCINADES NAZIS
Triste
y escalofriante trasmutación, la de una profesión compasiva y protectora de la
vida convertida en arma criminal de guerra. Tal fue la triste hazaña del doctor
Mengele, experimentador nazi convertido en ‘ángel de la muerte’, y
cuyos rasgos, bien conocidos, nos ilustran la horma de aquellos
profesionales que en una Alemania psicótica dieron la espalda a los deberes
médicos.
Sus experimentos, partiendo del menosprecio por la
dignidad humana y la obnubilada creencia de la superioridad de su raza,
trasgredieron todos los límites éticos de la investigación y se adentraron en
el campo de la tortura con ensayos inútiles y brutales.
Habiendo tramitado su asignación como médico de campo
de concentración, Josef Mengele llegó a Auschwitz (Polonia) el 30 de mayo de
1943. Tenía el grado de capitán, 32 años y un enorme interés por experimentar
en seres humanos. Allí fue nombrado director médico del campo de familias
gitanas y tuvo entre sus funciones definir la suerte de los prisioneros
recién llegados, cuyo sino pasaba por la cámara de gas o el suplicio de sus
investigaciones.
La brutalidad de los campos de concentración no talló
el aliento sanguinario de Mengele, solo favoreció la materialización de su
temple desalmado, auspiciando las condiciones para el abuso, la tortura y el
asesinato sin cohibición alguna.
Horrorizan las torturas físicas como sobrecoge el
tormento psicológico de las víctimas en aquellos campos infernales. Las
expresiones del holocausto dirigido por Mengele fueron muchas, pero con unos
pocos ejemplos podemos retratarlo.
Su fascinación por gemelos y deformes llevó a la
muerte a varios centenares. Solo el 10% de los gemelos sobrevivieron a su
estudio; al encanto de descubrir sus semejanzas y sus diferencias en la
disección de sus cadáveres. Su placer por las necropsias implicaba una
suerte mortal para sus víctimas. Hijos de brazos de mujeres asesinadas por
orden suya se convirtieron en combustible de los hornos crematorios o en
sujetos para experimentar. Con ellos pudo estudiar los efectos de la inanición
y seguir el agotamiento corporal hasta la muerte.
En aras de investigaciones fútiles los judíos podían
ser amputados; inyectados en las venas o en el corazón con cualquier tipo de
químico, insecticidas, por mencionar alguno; sometidos a vivisección para medir
la resistencia al sufrimiento; o inyectados en los globos oculares para
cambiarles de color los ojos. De hecho su deslumbramiento por los ojos hizo que
muchos de los de sus víctimas hicieran parte de un especial muestrario. Como
los esqueletos deformes de sus inmolados, que constituían otra colección, con
la que podía ilustrar la imperfección física de los judíos.
Su curiosidad por la médula espinal dejó a muchos de
los prisioneros parapléjicos o cuadripléjicos; y su curiosidad por el efecto de
las bajas temperaturas sobre el cuerpo fue satisfecho sumergiendo en agua
helada a los conejillos humanos de su experimento.
Las epidemias encontraron en él la resolución más
fácil. La de tifus de1943 fue controlada enviando a 600 enfermas a las cámaras
de gas.
Y la Alemania nazi lo admiraba. De él sus superiores
escribieron: “Como médico del campo de concentración de Auschwitz ha dado uso
práctico y teórico a sus conocimientos ayudando a luchar además contra grandes
epidemias con prudencia, perseverancia y energía, y a menudo en condiciones muy
difíciles. Ha utilizado con gran celo su propio tiempo libre aportando una
valiosa contribución a la ciencia antropológica. Como médico de la SS goza de
gran popularidad y es respetado en todas partes”.
Veintiún meses, Mengele estuvo en Auschwitz, de donde
huyó diez días antes de que el ejército ruso liberara el campo. Aunque
capturado pocos días después, fue liberado: ignoraban los aliados su identidad
y sus acciones. Ni siquiera en el Juicio de Núremberg se conocieron sus
horrores. Tras de la guerra Mengele vivió en Argentina y Paraguay, y murió en
Brasil en 1979. Perseguido sí, pero habiendo vivido más de tres décadas de
impunidad.
Aunque Auschwitz y Mengele son el símbolo de la
barbarie nazi, aquel campo y aquel criminal están lejos de ser responsables de
todos los horrores. Auschwitces y mengeles, en el Tercer Reich, hubo en
exceso. Unos campos eran asiento de experimentación –los de concentración-, los
otros se llamaban de exterminio. En la realidad ambos lo eran. Solo que en
estos la esperanza de vida se contaba en horas o en minutos, pues a ellos
llegaban los prisioneros para ser ejecutados. Aunque las principales víctimas
fueron los judíos, también gitanos, homosexuales, comunistas y prisioneros de
guerra fueron objeto de experimentación inhumana.
En Polonia existieron a más de Auschwitz, los campos
de exterminio de Treblinka y Majdanek. En Alemania, los campos de concentración
de Neungamme, Dachau, Buchenwald y Ravensbrueck.
En Dachau, en busca de la vacuna contra la malaria y
de tratamientos contra la enfermedad, un millar de prisioneros fueron contagiados.
La mitad murió.
En Buchenwald, Carl Vaernet convencido de que podría
encontrar la cura de la homosexualidad ensayó con hormonas, con la castración y
la amputación del pene, y con la implantación de una ‘glándula artificial’ que
no dio resultado, pero terminó con la vida de los homosexuales.
Buchenwald fue también escenario de estudios
contra el tifus. Noventa por ciento de los prisioneros inoculados para mantener
viva la rickettsia fallecieron. La suerte de los otros fue variable. Unos
recibieron vacunas y medicamentos experimentales, y fueron infectados
para probar la efectividad de la medida; otros, como grupo control, fueron
contagiados y se les dejó sin tratamiento. Fiebre amarilla, cólera, difteria y
viruela fueron, en Buchenwald, objeto de investigaciones semejantes.
Allí también se experimentaba con venenos.
Administrados en los alimentos, se esperaba la muerte del sujeto investigado
para practicarle una reveladora autopsia.
Ravensbrueck fue campo de estudio de las sulfamidas.
Para determinar su efectividad se les provocaba heridas a los prisioneros, se
las contaminaba como las heridas del campo de batalla y se les inoculaban los
bacilos tetánico y de la gangrena. Otros ensayos en este campo de concentración
fueron los encaminados a la regeneración de tejidos. Los prisioneros eran
sometidos a extracciones sin anestesia de hueso, músculos y nervios. Unos
morían, otros quedaban mutilados.
En el campo de Natzweiler, en Francia (como en
el alemán de Sachsenhausen) la experimentación se realizó con sustancias
vesicantes como el gas mostaza y la lewisita, productoras de graves y
extensas lesiones ampollosas en la piel y las mucosas. Estos químicos, usados
como arma de guerra, fueron objeto de investigación para determinar el mejor
tratamiento de los daños causados a la tropa.
En Austria existieron los campos de concentración de
Mauthausen y Gusen. El primero fue conocido como “el campo de los españoles”,
por la concentración de republicanos que habían luchado contra Franco. Allí el
médico Aribert Heim, apodado el “Doctor Muerte”, o el “Carnicero de Mauthausen”
aplicaba a sus víctimas inyecciones letales en el corazón.
En los investigadores nazis primaba el interés de
conocer la tolerancia del organismo humano a condiciones lindantes con la
muerte, así se estudiaron los efectos tóxicos y las dosis letales de
medicamentos; la resistencia al hambre extrema para conocer, en las autopsias,
sus efectos sobre el hígado y el páncreas; la tolerancia del organismo a las
temperaturas bajas, observando las consecuencias de la congelación del cuerpo;
y se practicaban, sin anestesia, amputaciones de miembros, trasplante de
órganos y trepanaciones del cráneo para observar sus características anatómicas
y para extraer el cerebro a personas conscientes durante el atroz ensayo. La
obstinación por los hallazgos post mortem de los efectos que provocaban con sus
experimentos fue constante en los investigadores alemanes.
Otra obsesión del régimen, fue la esterilización, como
parte de sus planes eugenésicos, y llevó a cientos de miles de retrasados,
enfermos mentales y personas con deformidad o discapacidad a la
esterilización sin su consentimiento, contra su voluntad y por la fuerza. En
esta área tristemente sobresalió el doctor Carl Clauberg, con experimentos en
Ravensbrück y en Auschwitz. Se buscaba el método más rápido y sencillo para
aplicar masivamente. Radiaciones, sustancias tóxicas parenterales e
intervenciones quirúrgicas hicieron parte de los experimentos.
Los estudios sobre la hipotermia antecedieron a
Mengele. Los inició la Luftwaffe en 1941, y los tuvieron a cargo los
comandantes de Dachau y Auschwitz bajo la supervisión de Sigmund
Rascher. Los prisioneros eran expuestos desnudos a temperaturas bajo cero o
sumergidos por horas en agua helada. Entonces se medía la temperatura del agua,
la del cuerpo al retirarlo y al momento de morir; y se contabilizaban el tiempo
de inmersión y el que tardaba en presentarse la muerte. Como el
restablecimiento de la temperatura corporal también revestía primordial
importancia, dada la exposición de las fuerzas alemanas a un clima inclemente
en el frente oriental, la forma de resucitar los cuerpos expuestos a
temperatura extrema constituyó otra fase del experimento.
Otro estudio de la fuerza aérea alemana fue sobre los
efectos de la altitud en los pilotos, para ello los prisioneros eran recluidos
en cámaras de baja presión, en las que convulsionaban y morían; cuando no, se
les podía practicar en vivo la disección de su cerebro. Sigmund Rascher fue el
médico responsable de estos experimentos, algunos realizados conjuntamente con
Mengele.
Rasher, sin embargo, a pesar de su apego al régimen,
fue ejecutado en el mismo campo de Dachau por engañar a Himmler. Sus hijos eran
de su criada y de no su mujer, aria, de raza superior… pero
infecunda.
Muchos de los autores de las violaciones fueron
capturados y sometidos a juicio: Muchos escaparon. Doce juicios se llevaron a
cabo por crímenes de guerra en Núremberg, la zona de ocupación norteamericana.
Veintitrés personas, veinte de ellas médicos, fueron juzgadas por
experimentos con enfermos en hospitales y con prisioneros en campos de
concentración sin su consentimiento, tratos crueles, tortura, homicidio y
genocidio. Pocos –cinco- fueron absueltos y uno liberado; los demás recibieron
penas que oscilaron entre la pena de muerte –siete-, la cadena perpetua y
sentencias a varios años de prisión. Mengele, sin embargo, en ese momento
pasaba para el mundo desapercibido.
SHIRÕ ISHHI Y LA
BARBARIDAD JAPONESA
Aunque
menos conocidos que los experimentos alemanes del tercer Reich, los llevados a
cabo por los japoneses durante las guerras sini-japonesa y del Pacífico
(1937-1945), son igual de abominables.
Un
espíritu tan diabólico como el de Mengele estuvo al frente de aquellas
experiencias. Encarnó en Shirõ
Ishii, militar, médico y microbiólogo, que dirigió la sección de guerra
biológica del ejército de Kwantung. A cambio de judíos, los japoneses de Ishhi
contaron con prisioneros chinos, rusos, estadounidenses y europeos; y
convirtieron en supremacía racial japonesa la supremacía racial alemana que por
aquella misma época se proclamaba en el otro extremo de la Tierra.
Los campos de
concentración nazi tuvieron su equivalente japonés en los Escuadrones y sus
centros de operaciones. El Auschwitz de Ishii fue el Escuadrón 731con todas sus
filiales. Los experimentos, más que eso, fueron, como los de los alemanes,
actos de ferocidad inigualable. Practicaron en sus víctimas vivisecciones, inoculación
de enfermedades, extirpación de órganos (cerebro, hígado, estómago, pulmones)
en vivo y sin anestesia, amputaciones, experimentos de hipotermia y
congelamiento, inyección de aire en las arterias, pruebas de inanición, pruebas
con armas químicas en cámaras de gases, estudios de tolerancia a la asfixia,
entre las muchas barbaridades que hacía destellar la imaginación asesina.
Entre tanto
sus armas biológicas (cólera, carbunco, peste bubónica, tuberculosis, viruela,
botulismo) causaban enorme mortandad en las unidades de experimentación, en los
campos de batalla y en la población civil.
Los juicios de
Núremberg para los criminales japoneses fueron los juicios de Jabárovsk,
en Rusia, en 1949, llevados a cabo tras el fin de la Guerra Mundial. Sin
embargo la mayoría de los responsables se salvaron del castigo. Ni siquiera
Ishii fue imputado. Había sido arrestado por los estadounidenses, pero los
Estados Unidos evitaron la revelación y la condena de sus atrocidades a cambio
del conocimiento obtenido en sus experimentos de guerra biológica. Su valor se
estimó inapreciable, pues se dijo que eran irrepetibles en razón de los
impedimentos morales.
La información
recaudada por Ishii le dio inmunidad hasta su muerte, que fue en 1959, cuando
un cáncer apagó su vida
A diferencia
de Núremberg en Jabárovsk todos los médicos fueron amnistiados.
La moral
fue trasgredida y la justicia burlada.
EL
EXPERIMENTO TUSKEGEE
Oculta
de la mirada del mundo, en otro sitio del planeta, casi concomitante con las
iniquidades del Tercer Reich, otra investigación perturbadora se llevaba a
cabo. De nuevo, como en los tiempos de Marion Sims, los negros eran objeto de
abuso y discriminación.
Campesinos norteamericanos negros, pobres y
analfabetos fueron engañados en un experimento financiado por el gobierno
federal para observar los efectos de la sífilis sin tratamiento y adquirir,
así, un mejor conocimiento de la enfermedad para alcanzar su cura.
En 1932 se inició el ensayo en la ciudad de Alabama
que le dio su nombre. Cuatro centenas de negros participaron en el
"Estudio Tuskegee sobre sífilis no tratada en varones negros". La
observación de pocos meses y el tratamiento ulterior propuestos por el doctor
Taliaferro Clark terminó prolongándose por años. Los escrúpulos éticos alejaron
a Clark del proyecto un año después de haberse comenzado.
A los pacientes se les ocultó el diagnóstico tras la
vaga información de una enfermedad que comprometía la sangre y se les ofreció
para captarlos el tratamiento gratuito del gobierno. Nunca lo recibieron. Ni al
comienzo, cuando el tratamiento de la sífilis era tóxico y de dudosa
efectividad, ni años después -final de la década de los cuarenta-, cuando la
penicilina ya era utilizaba masivamente para tratar la sífilis.
A los sujetos del experimento se les ocultó el remedio
condenándolos a las graves consecuencias de la enfermedad. Inmutable la
investigación siguió adelante fiel al propósito de observar el desenlace
natural de la infección. Desenlace que terminaba con la muerte. Solo concluyó
el experimento con el escándalo periodístico, cuatro décadas después de su
comienzo.
El investigador científico Peter Buxtun, desoído en
sus reclamos éticos, alertó a la prensa, y el periodista Jean Heller denunció
los hechos en la edición del 25 de julio de 1972 del New York Times,
El Congreso de los Estados Unidos ordenó suspender el experimento, pero
entonces, de los 399 pacientes solo 74 aún sobrevivían. Habían muerto 128 por
la sífilis o sus complicaciones; de las esposas, 40 se habían contagiada; y de
los hijos, 19 adquirieron la sífilis congénita.
Esta perversa aplicación de la ciencia, con
ocultamientos, negligencia y engaños, que llegó a ser calificado como "la
más infame investigación biomédica de la historia de los Estados Unidos",
no fue sin embargo, para los investigadores, motivo de cuestionamiento moral.
Uno de ellos, el doctor John Heller, director del experimento por varios años
afirmó: “La situación de los hombres no justifica el debate ético. Ellos eran
sujetos, no pacientes; eran material clínico, no gente enferma”. El estudio
debía concluir hasta que todos los paciente murieran para hacerlos objeto de
reveladoras autopsias.
La respuesta ética al experimento Tuskegee fue el
informe Belmont.
CASO
WILLOWBROOK Y LOS SUJETOS VULNERABLES
La
escuela estatal de Willowbrook, en Nueva York, que existió hasta los años 80
del siglo XX, fue una institución para niños con retraso mental, que a fuerza
de escándalos adquirió notoriedad.
Se vivían, entonces, años de grandes avances en el
estudio de la hepatitis viral, y las ansias de nuevos descubrimientos
perfectamente rebasaban en su rauda carrera las consideraciones éticas.
Las deficientes condiciones de salubridad de la
escuela fueron propicias para la alta incidencia de la enfermedad, y esta, a su
vez, para experimentar un nuevo tratamiento. Fue así como bajo la dirección del
doctor Saul Krugman (1911-1995), profesor de la facultad de medicina de
la Universidad de Nueva York, se llevaron a cabo entre 1955 y 1970 varios
estudios sobre la enfermedad. Uno de ellos tuvo por finalidad probar la
efectividad de una inmunoglobulina. El Departamento de Higiene Mental del
Estado de Nueva York lo aprobó y la Sección de Epidemiología de las Fuerzas
Armadas lo patrocinó.
Convencido, Krugman, de que podría dar solución al
problema sanitario de la escuela, obtuvo gammaglobulina de la sangre de
pacientes con hepatitis. Tenía la firme creencia de que podría proteger de la
enfermedad a quienes previamente la recibieran, y de que podría, además,
inducir una inmunidad prolongada.
Setecientos menores participaron en el experimento. Un
grupo lo constituyeron los estudiantes antiguos, otro los recién llegados. Del
primero, unos recibieron anticuerpos protectores, los demás no, luego actuaron
como controles. Los recién llegados a la escuela fueron inyectados con los
anticuerpos, y un subgrupo de ellos, inoculados con el virus a través de
malteadas contaminadas con materia fecal de estudiantes enfermos de
hepatitis.
Los niños protegidos con la inmunoglobulina
efectivamente tuvieron una forma atenuada de hepatitis A. Los investigadores
descubrieron, además, que en la escuela había dos formas de hepatitis, la A y B
-ya diferenciadas por F. O. MacCallum en 1947-, y que los virus causantes de
cada una eran diferentes.
Surgieron cuestionamientos al estudio, pero el éxito
minimizó sus fallas. Los reparos éticos fueron atenuados. Emplear en un
experimento retrasados mentales, a quienes reconocemos como vulnerables,
desagradó. No se escogieron por discapacitados, explicaron: su selección tuvo
que ver solamente con la alta incidencia de hepatitis de la escuela. Hubo
consentimiento informado, lo padres conocían los riesgos, se dijo en la
defensa. Lo hubo, sin lugar a dudas, pero incomodó que no fuera
voluntario, pues fue condición para conceder el cupo escolar al estudiante. Se
argumentó que riesgo suplementario no existía, porque con o sin
inoculación experimental igual iban los nuevos alumnos a enfermarse. Claro que
el riesgo de contraer la enfermedad era elevado, pero no tenía por qué llegar
al 100%. Tenemos que admitir que no todos los que enfermaron por el experimento
hubieran enfermado espontáneamente. La inmunización, a Dios gracias, funcionó.
¿Será eso todo lo que cuenta?
Alcanzo a adivinar en el doctor Krugman buenas
intenciones, lejos su proceder de la conducta malvada. Afortunada su suerte que
coronó con éxito el estudio; que le hace a la humanidad deberle parte de su bienestar.
La hoja de vida de Saul Krugman va más allá del caso
Willowbrook. Su demostración de que la hepatitis A o ‘infecciosa’ de
transmisión fecal-oral y la B o ‘sérica’ trasmitida por sangre, secreciones y
relaciones sexuales, eran causadas por dos virus inmunológicamente diferentes
fue ampliamente reconocida. A ello se suma su descubrimiento de que el suero de
portadores crónicos de la hepatitis tratado con calor podía inducir anticuerpos
en personas sanas, hallazgo que condujo al desarrollo de la vacuna contra la
hepatitis B. Una de las varias vacunas contra enfermedades virales que lo
tuvieron a él como protagonista. Se explica así el premio Lasker de Medicina
que le confirieron en 1983 y su ascenso, en 1972, a la presidencia de la
Sociedad Americana de Pediatría.
Sin embargo si otro hubiera sido el sino de sus
experimentos, y graves daños hubieran sufrido por falta de celo los sujetos de
sus investigaciones, otra sería su fama y otro el recuerdo de sus
ensayos.
EXPERIMENTOS
CON PLUTONIO
Los
atropellos en el marco de la experimentación científica no se contuvieron con
la condena universal de las barbaridades nazis. Diré, más bien, que pasó la
experimentación de la intención criminal a la osadía moral. Dejó de tener la
aniquilación entre sus objetivos, pero siguió violando gravemente la dignidad
del hombre. Siguió existiendo, por desgracia, una historia subterránea, que por
vergonzosa no reposa en sus anales de la ciencia, sino en las páginas
escandalosas de los diarios, que pusieron la vergüenza al descubierto.
Tan irrefutable como para que este mea culpa tenga cabida:
“Miles de experimentos patrocinados por el gobierno
fueron llevados a cabo en hospitales, universidades y bases militares en todo
nuestro país. Algunos fueron poco éticos, no solo por estándares de hoy, sino
por las normas de la época en que se llevaron a cabo. Fallaron tanto los
tejidos de nuestros valores nacionales como los tejidos de la humanidad. Los
Estados Unidos de América ofrecen una disculpa sincera a nuestros ciudadanos
que fueron sometidos a estos experimentos, a sus familias y a sus
comunidades”.
Era el 3 de octubre de 1995, y el presidente Clinton
daba con estas palabras testimonio de que después de Mengele, y en un mundo
libre y democrático, respetuoso, por ley, de los derechos humanos, aún seguían
cometiéndose flagrantes violaciones en nombre de la ciencia.
Fueron miles de experimentos secretos, unos cuatro
mil, los que hicieron ruborizar a la administración estadounidense.
Comenzaron en 1944, se llevaron a cabo durante tres décadas y fueron
patrocinados por el mismo gobierno.
Su necesidad surgió con el proyecto Manhattan que
desarrolló la bomba atómica. Resultó ineludible tras salpicaduras por material
radioactivo y otros accidentes sufridos por los trabajadores del proyecto,
conocer el comportamiento de la radiación en el cuerpo humano.
Durante varios días después de tragar accidentalmente
plutonio, y a pesar del lavado gástrico practicado, el aliento del
químico Don Mastick aún movía las agujas del contador de radioactividad,
y se dice que varios años después su orina siguió siendo radioactiva.
Preocupado con el accidente de Mastick, el médico
encargado de la seguridad de los trabajadores en el laboratorio de Nuevo
México, Louis Hempelmann, sugirió entonces -agosto de 1944- a Julius Robert
Oppenheimer, director del proyecto Manhattan, el desarrollo de un método para
medir los niveles de plutonio en el organismo. Oppenheimer autorizó el estudio.
Debía hacerse en animales y eventualmente en humanos. Así nació la
experimentación que finalmente lamentó el presidente Clinton.
Los experimentos concluyeron en 1974, y hubieran
pasado desapercibidos si la periodista Eileen Welsome no los descubre
accidentalmente 13 años después de terminados.
Fue un mismo proyecto con múltiples ensayos llevados a
cabo en varios hospitales y universidades del país que tuvieron en común la
administración de isótopos radioactivos a los sujetos de experimentación
violando su autonomía. Tras ello se midieron los niveles de radioactividad en
diferentes muestras y secreciones, en la orina, lo más habitual, pero también
en fragmentos de tejidos, y en últimas, en restos exhumados.
La mejor documentada de las violaciones fue la que
descubrió Welsome, de 18 enfermos supuestamente terminales que recibieron
plutonio sin su conocimiento, ni su consentimiento, con el fin de
establecer la velocidad de eliminación de plutonio del cuerpo. El
experimento se llevó a cabo de abril de 1945 a julio de 1947 en el Oak Ridge
Hospital de Tennessee (1 paciente), la Universidad de Rochester (11 pacientes),
la Universidad de Chicago (3 pacientes) y la Universidad de California (3
pacientes).
La periodista Eileen Welsome contratada como cronista
de barrio por el Albuquerque Tribune, un pequeño periódico vespertino, se
encontró, con la chiva, y sin buscarla, en un estropeado archivo, en la base
Kirtland de la Fuerza Aérea. Otra era la razón de su visita a esa base que
había sido parte del proyecto Manhattan más de cuatro décadas atrás.
La nota descubierta revelaba la inyección de plutonio
a las 18 personas mencionadas. Welsome siguió la pista, entrevistó personas,
hizo peticiones, estudió documentos y reconstruyó la escandalosa historia. Los
claves CHI- 2, HP-9, CAL- 3, y muchas más, se convirtieron con su empeño en
nombres de seres reales. El código CAL correspondía a pacientes de California,
CHI a los de Chicago.
La víctima más joven, codificada como CAL-2, fue un
niño australiano, Simeon Shaw, de 5 años, trasladado de su patria a California
para recibir un supuesto tratamiento filantrópico para un cáncer óseo.
Realmente recibió una inyección experimental de plutonio y un año después murió
en Australia. Ni sus médicos australianos fueron informados de la radiactividad
que el menor llevaba dentro.
Se escogieron pacientes terminales, pero ni siquiera
esto fue suficientemente documentado, al punto que pacientes sin esta condición
fueron incluidos en el estudio y vivieron varios años bajo los efectos de la
radiación.
El albañil negro Ebb Cade fue el primer conejillo en
este experimento. Fue inyectado con plutonio el 10 de abril de 1945 en el Hospital
Militar de Oak Ridge. No tuvo idea de qué se trataba ni para qué servía la
inyección administrada. Quiso su doble mala suerte que un grave accidente
automovilístico lo llevara a pedir asistencia donde no debía; y que por error
se confundiera con los enfermos terminales buscados para el estudio. La
condición de paciente terminal era la aconsejada por el proyecto, a fin evitar
a los sujetos el largo sufrimiento que podrían implicar el cáncer y otros
efectos de la radiación. Su sangre, sus secreciones, muestras de sus huesos y
hasta más de una docena de dientes que le fueron extraídos fueron objeto del
análisis. Cade murió ocho años después, aunque no por efectos de la radiación.
Wellsome descubrió la mayoría de las identidades, -le
faltó la de CHI-3-, sus edades, la fecha de la inyección del plutonio… la fecha
de muerte. Fue un trabajo exigente, demorado, realizado solo en horas
libres, con muchos intermedios, y que solamente recibió el impulso definitivo
en 1991, cuando el periódico le permitió trabajar casi exclusivamente en el
proyecto. El epílogo fueron tres entregas que comenzaron a aparecer en el
Albuquerque Tribune el 15 de noviembre de 1993, con revelaciones que retumbaron
por todo el planeta.
Tras la denuncia el presidente Clinton creó una
comisión para investigar los hechos, y se descubrió que no habían sido 18 los
sujetos vulnerados. Se contaban por miles, pues fueron muchos los estudios
realizados. Algunos con rayos X, otros con uranio, otros con yodo radioactivo;
unos con niños retardados, administrándoles leche radioactiva; otros con
embarazadas, administrándoles, como a 829, en Tennesee, hierro emisor de
radiaciones. Cáncer, malformaciones y muertes se contaron en el desenlace de la
investigación.
El comité asesor del presidente Clinton
determinó una indemnización para los sobrevivientes o sus familiares. No la
recibieron todos, pues la ausencia de registros que documentaran el abuso
impidió beneficiarlos. El dinero, como es habitual en este mundo, sosegó las conciencias
y las penas.
En 1994, seis años después de su descubrimiento en la
base Kirtland, Eileen Welsome recibió el Premio Pulitzer. Su serie en el
Albuquerque Tribune: "The Plutonium Experiment" o “Historias que
relatan las experiencias de civiles estadounidenses que fueron utilizados, sin
saberlo, en experimentos del gobierno con plutonio hace casi 50 años",
había sido laureada.
Pese al boom de la publicación, el Albuquerque
Tribune un día de febrero del 2008 dejó se circular. Welsome, en cambio, siguió
con su trabajo, y en 1999 publicó el libro “Los archivos de plutonio”, que puso
al descubierto nuevos experimentos y más revelaciones.
VIOLACIONES
ÉTICAS, UN LISTADO INTERMINABLE
Los
casos presentados son reducida muestra de todas las trasgresiones que reúne la
literatura; por lógica, inferiores a las cometidas. Fácilmente el
espectro puede acrecentarse.
Hubiera podido
detenerme, también, en la inoculación de prisioneros, en Filipinas en 1906, con
el vibrión colérico; o con plasmodium, en reclusos en 1942, para estudiar el
paludismo; o en el estudio en mujeres embarazadas, en Vanderbilt, con hierro
radioactivo, para conocer sus efectos en ellas y en los fetos; o en el de yodo
radioactivo en gestantes, en Iowa, para adquirir detalles de su paso por la barrera
placentaria al estudiar los fetos abortados; o en la administración de uranio
radioactivo en Rochester (1946), por la simple curiosidad de conocer la dosis
lesiva a los riñones; o en la inyección, en los años cincuenta, en Brooklyn y
en Ohio, de células cancerosas a presos, ancianos y mujeres negras para
estudiar la respuesta inmunológica; o en la Operación MKUltra, investigación
secreta de la CIA, en plena guerra fría, para el lavado de cerebro y controlar
la mente humana, con drogas alucinógenas, radiación, estimulación eléctrica y
multitud de fármacos.
Detenerme
hubiera hecho el recuento interminable.
HITOS EN LA
CONSOLIDACIÓN DE UN MARCO ÉTICO
Violaciones
tan flagrantes hicieron reaccionar al mundo y tras el rechazo hubo una
respuesta normativa que abarcó lo ético como lo jurídico. Hoy el ser humano no
está desprotegido. El mundo está atiborrado de legislación y la ignorancia ya
no puede invocarse en los abusos.
La índole histórica de esta exposición me obliga a
destacar tres documentos, los primeros y más conocidos, que han puesto marco
ético a la investigación en seres humanos. Me referiré, por tanto, al Código de
Núremberg, al Informe Belmont y a la Declaración de Helsinki. Los tres son
documentos eslabonados, con una misma inspiración, con un mismo propósito
y en los que el consentimiento informado se alza como el más elemental y
primordial de los principios.
CÓDIGO
DE NÚREMBERG (1947)
Este
código fue el primer documento de carácter universal que buscó proteger a
los sujetos de investigación estableciendo las pautas para la experimentación
en humanos. Fue inevitable consecuencia de las atrocidades develadas en los
juicios de Núremberg. Su expedición, el 20 de agosto de 1947, fue la respuesta
a unos criminales que en su defensa adujeron la inexistencia de una norma
internacional que enmarcara la investigación científica en seres humanos,
pretexto apenas de un razonamiento perverso que ha debido intuirlo.
Antecedió al Código de Núremberg el documento de los
doctores Leo Alexander y Andrew Conway Ivy, “Permissible Medical Experiment”
(“Experimento médico permisible”), decálogo que sentaba los principios éticos
para la experimentación en humanos; y la propuesta de seis puntos que Leo
Alexander entregó al Consejo para los Crímenes de Guerra, seis meses
atrás. Estos principios serían convertidos por los jueces de Núremberg en el
famoso código, y llenarían el vacío de normas invocado como atenuante de las
graves violaciones juzgadas.
El Código de Núremberg:
1.
Consagra el consentimiento voluntario fundado en el conocimiento y comprensión
de los diferentes aspectos relacionados con la investigación.
2.
Determina que todo experimento debe ser necesario y benéfico para la sociedad.
3.
Establece que la experimentación debe basarse en resultados previos que
la justifiquen.
4.
Estipula que los ensayos deben evitar el sufrimiento físico y mental
innecesario.
5.
Establece que no deben practicarse experimentos en los que se presuma que puede
sobrevenir la muerte o incapacidad del sujeto de experimentación.
6.
Prescribe que el riesgo no debe superar el beneficio humanitario previsto.
7.
Determina que deben tomarse todas las precauciones posibles para proteger de
daños a los sujetos de experimentación.
8.
Estipula que el experimento debe ser conducido por personas científicamente
calificadas.
9.
Dispone que el sujeto debe gozar de libertad para abandonar la investigación en
cualquiera de sus fases.
10.
Y especifica que el investigador debe estar preparado para interrumpir el
experimento si encuentra razones para pensar que puede causar la discapacidad o
muerte del sujeto.
LA DECLARACIÓN DE HELSINKI (1964-2013)
La
Declaración de Helsinki, se
define sí misma como “una propuesta de principios éticos para investigación
médica en seres humanos”. Fue promulgada en 1964 por la XVIII Asamblea
Médica Mundial de la Asociación Médica Mundial, en la ciudad de la que derivó
su nombre.
Su inspiración fue el Código de Núremberg, cuya influencia
rebasó con creces, al punto de haberse convertido en la guía más importante
para la investigación médica y el sustento más tomada en cuenta en la
legislación mundial. Sus siete revisiones la mantienen vigente. Actualizada en
1975 en Tokio, en1983 en Venecia, en1989 en Hong Kong, en 1996 en Somerset West
(Sudáfrica), en el 2000 en Escocia,
en el 2008 en Seúl, tuvo su última modificación en octubre del 2013 en
Fortaleza (Brasil).
Quedando
claro que “el progreso de la medicina se basa en la investigación, que en
último término debe incluir estudios en seres humanos”, la Declaración de
Helsinki se adentra a través de sus 37 artículos en los aspectos esenciales de
esta labor científica.
Establece,
así, el propósito de la investigación médica, el respeto y cuidado por las
personas que participan en los estudios, la supremacía de los estándares ético
sobre cualquier norma nacional o internacional que los disminuya, esclarece el
perfil del investigador y del sujeto, y estipula la garantía de compensación y
tratamiento en caso de daño.
Contempla
en sus apartados los riesgos, costos y beneficios de la investigación,
estableciendo que aquellos deben ser siempre menores y reducidos al mínimo; se
ocupa de la investigación en grupos y personas vulnerables, justificándola
cuando son ellos la población objeto de los beneficios del ensayo; determina
los requisitos científicos en los que se deben fundamentar los ensayos y la
necesidad de un protocolo, cuyo contenido determina.
Se
ocupa, también, de los comités de ética de investigación, como instancias que
deben aprobar y vigilar el desarrollo de las investigaciones y resolver los
dilemas que se presenten en el curso del estudio, y define sus
características.
La
Declaración de Helsinki consagra la privacidad y la confidencialidad, y la
obligación ineludible del consentimiento informado, definiendo su contenido,
sus requisitos y sus características. En sus apartados finales se refiere al
placebo y las condiciones para su empleo, y a las obligaciones éticas
relacionadas con el cuidado, disponibilidad, publicación y divulgación de los
resultados. Su artículo final delimita el uso de investigaciones no
probadas en la práctica clínica.
EL
INFORME BELMONT (1979)
El
documento ”Principios éticos y pautas para la protección de los seres humanos
en la investigación”, más conocido como Informe Belmont, aparecido en
abril de 1979, fue la culminación del trabajo iniciado cinco años antes, tras
las revelaciones del caso Tuskegee, por la Comisión Nacional –de Estados
Unidos- para la Protección de los Sujetos Humanos ante la Investigación
Biomédica y de Comportamiento, que abordó los peligros en la investigación en
seres humanos en busca de los principios a tener en cuenta.
Sus páginas, tras distinguir entre investigación y
práctica, discurren por los principios primordiales para la protección de los
seres objeto de investigación, y establece tres principios básicos bioéticos:
autonomía, beneficencia y justicia.
Su aplicación propende porque la participación de los
sujetos obedezca a la libre decisión fundada en la información veraz; porque
las investigaciones busquen el máximo beneficio con el mínimo riesgo; porque se
recurra a procedimientos razonables, analizando quien debe sufrir sus cargas y
quien recibir los beneficios; porque las cargas y beneficios sean justamente
distribuidos; porque no se explote en los experimentos a los sujetos
vulnerables; y porque exista justicia e imparcialidad en la selección de los
pacientes y se proscriba toda discriminación.
Aspecto fundamental del Informe es la correcta
ponderación del riesgo y el beneficio en la justificación de la investigación;
y el consentimiento informado, como expresión del principio de autonomía, al
cual fija sus características y requisitos.
EPÍLOGO
El progreso científico tiene un fundamento noble. En
él centra esperanzado el hombre el alivio de sus dolencias y su felicidad. Pero
la consecución de ese justificable bienestar no puede ser ensombrecida por la
ilicitud moral de los métodos empleados. La investigación científica debe ser
humana en la buena acepción de la palabra (lo humano también es lo imperfecto).
El ideal de la ciencia es noble, los únicos culpables de sus desvaríos son sus
actores.
Volver los
ojos a una historia aciaga como la que estas líneas contiene no es un quehacer
superfluo. La historia tiende a repetirse. Conocer los hechos nos vacuna. Tanto
más se conoce, más puede prevenirse.
El análisis de los hechos de este complejo mundo de la
ciencia nos introduce en reflexiones cada vez más exigentes y exigencias cada
vez mayores en procura de que no exista en la experimentación la más mínima
mancha. Esa vista escrutadora sobre los aspectos éticos, hace pensar que el
exceso de celo y moralismo puede entorpecer el progreso de la ciencia. Sin
embargo la escrupulosidad de la experimentación entraña la apertura a la mirada
escudriñadora, que a la vez que crea obstáculos redunda en
garantías.
En aras del conocimiento un ser humano no puede ser
expuesto a riesgos sustanciales, no puede ser sometido a tratos crueles, ni
puede experimentarse sin su conocimiento; tampoco se puede sacrificar a unos
miembros de la especie en beneficio de ella. Son principios inherentes a la
experimentación humana. Su aplicación es mucho más compleja.
¿Hasta qué punto –por ejemplo- la voluntad del sujeto
hace permisible un ensayo que lo somete a riesgos? ¿Cuál es entonces el peligro
tolerable? La experimentación indudablemente con las normas se restringe. A la
vez que gana en seguridad sus metas se limitan. ¿Qué pasa si deslumbrado por el
éxito de la experimentación sesga el investigador el inventario de los riesgos
y los beneficios? Ha de haber en estas circunstancias un ente que asesore; ha
de haber un árbitro que profiera un fallo salomónico. Hoy esa misión a la
bioética le ha sido encomendada.
La bioética, que ya no es extraña a nuestro mundo, es
la respuesta a los posibles desafueros de la ciencia y de la tecnología. Ella
encamina el poder y el saber del hombre en su propio beneficio, alejándolo de
su propia destrucción; y entraña la interrelación armónica entre el progreso
científico y los valores éticos.
Corresponde a los hombres de bien, defensores de la
bioética, investigadores o simples ciudadanos, velar porque no se transgreda en
la experimentación lo moralmente permitido. Los seres vulnerables, aquellos que
por sus condiciones de inferioridad no siempre defienden sus derechos, deben
ser particularmente protegidos. En la larga historia de abusos en la
investigación presos, niños, ancianos, enfermos mentales y terminales, minorías
raciales, población segregada, embriones, han sido blanco primordial de
transgresiones. Y aunque no haga parte de este escrito, debo mencionar, para
reprobarlos, los tratos crueles a los que el mundo animal es sometido en aras
de acrecentar el conocimiento humano.
LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO MD
.
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